Portal de IVÁN DE JESÚS GUZMÁN LÓPEZ
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LETRAS AL SOL
Raúl Gómez Jattin
Asiduo visitante de hospitales y de cárceles; de pueblos y de valles; de ríos y ciudades, finalmente se estableció en su poesía, —que es como una representación de su alma—, a la que le venía huyendo hacía ya bastante tiempo. Ver detalle
Iván de J. Guzmán López* http://idejeguz.blogspot.com/
EL MUNDO, Medellín, Sábado , 31 de Mayo de 2008 http://www.elmundo.com/sitioweb/noticia_detalle.php?idcuerpo=2&dscuerpo=La%20Metro&idseccion=18&dsseccion=La%20Movida&idnoticia=85916&dsnoticia=Raúl%20Gómez%20Jattin&imagen=&vl=1&r=buscador.php
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Aunque muchos, metidos en sus cuadrículas y en sus mentes almidonadas quieran verlo y presentarlo como un simple extravío, como un “poeta maldito” con investidura costeña y sangre sirio-libanesa, tenemos que reconocer que no es un simple accidente del espíritu, ni del tiempo, ni del trópico. Se trata de un paisaje que habla, de una llanura que canta, de un río (Sinú) que pasa incansablemente trayendo metáforas doradas de sol, de amor y de dolor. Y que florecían en su “corazón de mango”. Se trata del poeta Raúl Gómez Jattin.Asiduo visitante de hospitales y de cárceles; de pueblos y de valles; de ríos y ciudades, finalmente se estableció en su poesía, —que es como una representación de su alma—, a la que le venía huyendo hacía ya bastante tiempo. Ver detalle
Iván de J. Guzmán López* http://idejeguz.blogspot.com/
EL MUNDO, Medellín, Sábado , 31 de Mayo de 2008 http://www.elmundo.com/sitioweb/noticia_detalle.php?idcuerpo=2&dscuerpo=La%20Metro&idseccion=18&dsseccion=La%20Movida&idnoticia=85916&dsnoticia=Raúl%20Gómez%20Jattin&imagen=&vl=1&r=buscador.php
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Raúl del Cristi Gómez Jattin, nació en Cartagena el 31 de mayo de 1945, pero vivió (¿acumuló?) su infancia en el valle del río Sinú, en Cereté; esa infancia que es la patria del hombre, en especial, la patria del poeta, según lo expresó hace ya tiempo un bardo aventajado. Su padre se llamaba Joaquín Pablo Gómez Reynero, un abogado “respetable”; Su madre, Lola Jattin, nacida en Colombia de padre libanés y madre siria. Hizo sus estudios primarios en Cereté, Montería, Pamplona y Cartagena. Al terminar su bachillerato en el Colegio La Esperanza de Cartagena, a los 19 años, regresó a Cereté en donde fue profesor de bachillerato, dictando asignaturas como Geografía e Historia.
En 1966, de 21 años, pletórico de ilusiones, partió hacia Bogotá con la idea de estudiar derecho en la Universidad Externado de Colombia, para terminar dedicado casi de tiempo completo al teatro. Participó como actor en varios montajes e hizo adaptaciones de las obras de Eurípides, Aristófanes y Lorca, que se publicaron en la revista literaria Puesto de Combate, fundada en 1972 por Milciades Arévalo, donde, además, se dieron a conocer Efraím Medina Reyes y Triunfo Arciniegas.
A su regreso de 8 años de estancia en Bogotá y sin terminar la carrera de derecho, recaló en Cereté durante 2 años. La muerte de su padre lo devolvió a Bogotá donde continuó con su labor teatral. Al poco tiempo retornó a Cereté para vivir una errancia permanente por calles y clínicas psiquiátricas; fue entonces cuando comenzó a escribir poesía. En 1989 regresó a Cartagena donde se hace habitante de calles, parques, cárceles y clínicas de psiquiatría hasta su muerte, ocurrida la mañana del 22 de mayo de 1997. Si el poeta no se suicidó arrojándose a las ruedas de esa fantasmagórica buseta en Cartagena de Indias, como lo dicen las crónicas, seguramente su atención estaba puesta en unos versos que decían:
Yo te sé de memoria Dama enlutada / Señora de mi noche / Verdugo de mi día. / En ti están las fuentes de mi melancolía / Y del fervor de estos versos.
Yo te sé de memoria Dama enlutada / Señora de mi noche / Verdugo de mi día. / En ti están las fuentes de mi melancolía / Y del fervor de estos versos.
Lenguaje de nostalgias, de días, de noches, de abuela, de madre, de padre, de esencias y de cosas nimias, es su poesía, como en un ejercicio de fertilidad (de maternidad), agotador e increpante:
Más allá de la noche que titila en la infancia / Más allá incluso de mi primer recuerdo / Está Lola -mi madre- frente a un escaparate
empolvándose el rostro y arreglándose el pelo / Tiene ya treinta años de ser hermosa y fuerte / y está enamorada de Joaquín Pablo -mi viejo- / No sabe que en su vientre me oculto para cuando necesite / su fuerte vida la fuerza de la mía / Más allá de estas lágrimas que corren en mi cara / de su dolor inmenso como una puñalada / está Lola -la muerta- aún vibrante y viva / sentada en un balcón mirando los luceros….
Un poema, doloroso, amoroso, introspectivo, de nombre Desencuentros, hermosea la producción del poeta:
Ah desdichados padres / Cuánto desengaño trajo a su noble vejez / el hijo menor / el más inteligente. / En vez de abogado respetable / un marihuano conocido. / En vez de esposo amante / un solterón precavido / En vez de hijos / unos menesterosos poemas / ¿Qué pecado tremendo está purgando / ese honrado par de viejos? / ¿Innombrable? / Lo cierto es que el padre le habló en su niñez de libertad / De que Honoré de Balzac era un hombre notable.
La poesía de Raúl Gómez Jattin, como lo advierte William Ospina, renuncia a la rigidez, al excesivo formalismo, a la elocuencia retórica poco expresiva de nuestra poesía. La costa, ese territorio fantástico, con pasaporte universal a partir de la poética del Tuerto López y las obras de Gabo, Cepeda Samudio, Rojas Herazo, Marvel Moreno, Germán Espinosa, Oscar Collazos, Roberto Burgos..., se encuentra viva en Retratos (1980-1983), Amanecer en el valle del Sinú (1983-1986), Del amor (1982-1987), Hijos del tiempo (1990) y Esplendor de la mariposa (1993), cosecha del poeta cartagenero donde desbordan hamacas, mangos, babillas, lagos y ballenatos.
A sólo 10 años de la muerte del poeta Raúl Gómez Jattin, se celebran sus poemas y se “maquilla” su rostro y su imagen se “sacude” para bien de la poesía, como ocurrió con Silva, o con Barba Jacob, o con Gonzalo Arango, o con Rimbaud o con Baudelaire. “Y lo que mientras vivía producía espanto, su afición a las drogas, su locura, su poesía transgresora, pasaron a ser vistos con comprensión y hasta cierta fascinación. Ahora su retrato cuelga en las paredes del bello patio de la Casa de Poesía Silva de Bogotá y la Casa de la cultura de Cereté, casi su pueblo, se llama Raúl Gómez Jattin”. Para algo ha de servir la muerte al poeta, llámese como se llame.
* iguzman2007@une.net.co
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Algo más sobre RGJ: http://www.revistanumero.com/25jattin.htm
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Algo más sobre RGJ: http://www.revistanumero.com/25jattin.htm
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Letras al sol
En 1952, haciendo acopio magistral de la tensión y la síntesis, dos de los elementos fundamentales del cuento, el mundo literario se sorprende con un relato breve, de no más de cien páginas, con el cual el escritor norteamericano Ernest Hemingway adquiere plena madurez literaria y categoría de narrador clásico.
Iván de J. Guzmán López - http://idejeguz.blogspot.com - iguzman2007@une.net.co
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EL MUNDO, Medellín, Colombia . Sábado , 24 de Mayo de 2008
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Fuente de la imagen : http://www.confiar.coop/elviejoyelmar/11-once.htm
El viejo y el mar, que así se llama la historia, habla de Santiago, un viejo pescador de La Habana (Cuba) que completa ochenta y cuatro días sin lograr ni un sólo pez. Su soledad, en medio de un mar que le parece más hostil que nunca, sólo es llevadera por la compañía de un muchacho, su mejor amigo, que al cabo de cuarenta días debe regresar a la costa. El sentimiento de hastío y de derrota lo hace regresar a la playa; pero luego, acompañado del compasivo y fiel amigo, se hace nuevamente a la mar. Al poco tiempo, ya alejado de la costa, ¡un pez muerde el anzuelo! Era el pez más grande que había visto en su larga y dura existencia. Se trata de un hermoso pez espada, más grande aún que su propia embarcación. Empieza entonces una batalla desigual entre un viejo cansado y un animal extraordinario que lo lleva mar adentro. La determinación, el coraje y las fuerzas de un espíritu templado por la vida, ganan la batalla al pez que, como un gigantesco trofeo, es atado a un costado del bote. Contemplando las imágenes borrosas de la ciudad, advierte la presencia de los tiburones que, ante su inútil resistencia, devoran por completo a su gran pez espada; sólo la cabeza, el esqueleto y la cola dan cuenta de su descomunal batalla. Ya en la playa, el viejo se extiende en toda su pobreza, pero un muchacho comprensivo y una comunidad de curtidos pescadores reconocen la grandeza del viejo pescador y le devuelven en algo la alegría y el honor que creía perdidos.
Ernest Miller Hemingway Hall, autor de El viejo y el mar, nació el 21 de julio de 1899 en Oak Park, un suburbio de Chicago, en cuyo instituto hizo sus primeros estudios. Desde muy joven se aficionó al deporte y a la caza aunque su padre, que era médico (y con quien mantuvo una relación conflictiva hasta su suicido, ocurrido en 1928), quería que fuera médico, como él; su madre, Grace Hall, por su parte, deseaba que fuera músico y lo obligaba a practicar en el violoncelo por largas horas, durante las cuales -según declaró a uno de sus biógrafos-, por el sólo hecho de «permanecer sentado pensando», se desarrolló en él su vocación de escritor.
Al terminar sus estudios secundarios, en 1917, se negó a ingresar a la universidad y empezó a trabajar en el rotativo Kansas City Star; pero su espíritu de aventura lo llevó a inscribirse como voluntario en la Primera Guerra Mundial como conductor de ambulancia de la Cruz Roja, en el frente italiano, donde resultó herido de gravedad poco antes de cumplir diecinueve años. De regreso a los Estados Unidos, en 1919, se casó con una amiga de infancia. Terminada la guerra fue corresponsal del Toronto Star hasta que se radicó en París, donde los escritores exiliados Ezra Pound y Gertrude Stein le animaron a escribir obras literarias. Hemingway le leía a Gertrude Stein todo cuanto escribía. Ella fue la madrina de su primer libro y de su primer hijo, John Hadley.
En 1927, de regreso a su país, se casó por segunda vez y compró una casa en Cayo Hueso (Florida), desde entonces su lugar de trabajo, pesca y descanso. Regresó a España como corresponsal de la Guerra Civil; En la Segunda Guerra Mundial, como reportero del Ejército de Estados Unidos, sin ser soldado, participó en varias batallas. Después de la guerra se radicó en La Habana (donde escribió El viejo y el mar) y, en 1958, en Ketchum, Idahao.
Hemingway es uno de los escritores más relevantes de la época entre las dos guerras mundiales; sus vivencias de guerra y experiencias de pescador, cazador y aficionado a las corridas de toros fueron fundamentales a la hora de narrar sus cuentos y novelas, caracterizadas por diálogos nítidos, frescos y lacónicos y por una descripción emocional sugerente. Muchos de sus libros son considerados clásicos de la literatura en lengua inglesa y modelos de producción de un novelista moderno, encarnado en su aventura personal, en la que obra y vida se confunden y en la que descansa su frondosa leyenda.
Su obra puede glosarse así:
Tres relatos y diez poemas(1923), En nuestro tiempo (1924), Hombres sin mujeres (1927), donde se incluye su famoso cuento Los asesinos; El que gana no se lleva nada (1933), Fiesta (1926); Adiós a las armas (1929), una de las más grandes novelas del siglo, donde el héroe abandona el campo de batalla para reunirse con su amada; Muerte en la tarde (1932), Las verdes colinas de África (1935), Tener y no tener (1937), Por quién doblan las campanas (1940), Hombres en guerra (1942), Al otro lado del río y entre los árboles (1950) y El viejo y el mar (1952).
En 1954 recibió el premio Nobel de Literatura. Su vida aventurera lo acercó a la muerte: en la Guerra Civil española cuando estallaron bombas en la habitación de su hotel, en la Segunda Guerra Mundial al chocar con un taxi durante los apagones de guerra, y en 1954 cuando su avión se estrelló en África. Esta, la esquiva muerte, la que había visto en tantos campos de batalla y en tantas aventuras, se presentó en Ketchum el 2 de julio de 1961, cuando se disparó un tiro con su infalible escopeta de cazador, poniendo punto final a su vida y a su aventura de escasos sesenta y un años.
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Desde nuestra niñez hemos gozado con los cuentos, crónicas y estampas del manizalita Rafael Arango Villegas, fiel intérprete de las costumbres, la sicología y las formas de expresión de la raza antioqueña. Igual cosa podemos expresar de don Agustín Jaramillo Londoño, cuyo famoso Testamento del paisa reúne la extensa gama de la demosofía colombiana, en especial, ¡cómo no!, de la otrora denominada Antioquia la grande. Ver detalle
Iván de J. Guzmán López* http://idejeguz.blogspot.com/
EL MUNDO, Medellín, Mayo 17, 2008Iván de J. Guzmán López* http://idejeguz.blogspot.com/
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Este par de maestros del Folklor colombiano recorrieron, palmo a palmo, la geografía nacional para escuchar de labios del pueblo -como lo hicieran en su tiempo los hermanos Jacobo y Guillermo Grimm-, miles de historias, consejas y leyendas, representadas en exageraciones, cuentos, refranes, agüeros, supersticiones cancioneros, coplas y poesías que luego vertieron en preciosas obras de no poca altura literaria, las mismas que hoy se han convertidas en verdaderos clásicos de nuestro folklor y de obligada lectura en el hogar, la escuela o la universidad.
En Historias de la arriería en Antioquia, su autor, Álvaro Fernández A. se circunscribe con sobrada guasa y oficio de investigador, poeta y escritor, al asunto de la arriería en Antioquia.
Sobre el tema, en la página 14, apunta, trayendo a la memoria el texto Los arrieros de Antioquia, del folklorólogo Arturo Escobar Uribe: “La arriería fue en su tiempo, más que una institución, una hermandad a la cual se pertenecía por derecho de capacidad, de valor o de progenitura. El arriero y la mula son los símbolos del pasado de Antioquia; ellos, confundidos en el constante trasegar por las difíciles trochas que seguían el accidentado espinazo de las montañas, bordeaban ríos o cañadas en vertiginosas curvaturas, en donde más de una vez mulas y arrieros, tragados por los barriales o absorbidos por los abismos, juntos rodaban en turega, llevando consigo, las más de las veces, las campanas de la iglesia de nuestros pueblos que ya empezaban a surgir con pujos de aldea, acurrucados entre las arrugas de la montaña y pegaditos a ella como el pezón promisorio de la madre común”.
Más adelante, en la página 40, anota el escritor: “La arriería fue el medio principal de transporte de la colonización de Antioquia. Vale la pena mencionar las diferentes formas de arriería a través de los caminos de pueblo a pueblo, el mercado de los grandes comerciantes hacia el sur del país, hacia la zona minera del Nordeste y el camino a Juntas e Islas en el Magdalena Medio. La carga se discrimina en redonda, larga o servicio de turega. La carga redonda es normalmente bultos… de frijol, maíz, panela o café; es la que más se acostumbra en este oficio. La carga larga es generalmente la madera de aserrío para la construcción de viviendas, corrales de vareta en las fincas o estacones para alambrar los linderos o dividir potreros. Para este tipo de carga, las enjalmas deben de llevar una cubierta de cuero de res, llamada garra, especial para amarrar la madera y proteger la misma enjalma y las ancas de la mula.
La turega es una modalidad de arriería de mucha importancia para mover carga voluminosa y pesada, difícil de amarrar. Elementos como máquinas de coser, pianos y órganos para iglesia, pianos de cantina, campanas de iglesia, molinos y todo lo que fuera carga difícil, exigía la turega. Se trataba de dos mulas, una tras otra llevando dos vigas resistentes a lado y lado; entre mula y mula queda un espacio donde se lleva la carga; generalmente deben ir dos arrieros por turega, para facilidad de cargue, descargue y requinte en el camino”.
Álvaro Fernández A., nació en Ciudad Bolívar, cuna de la arriería paisa; se crió y educó en Cisneros, Jericó y Medellín; como buen antioqueño, ha sido artesano, comerciante, profesor, dibujante, pintor, poeta y escritor. El óleo que ilustra bellamente la carátula de su libro, es de su caletre, al igual que las 49 pertinentes ilustraciones interiores que en plumilla dan vida a los textos.
Su libro, pulcramente impreso por la Editorial Manuel Arroyave, presenta al autor en su vena poética, tratando temas con singular dominio como la jornada del arriero, su estampa y sus interminables marchas. Por sus páginas desfilan en forma amena historias de arrieros famosos, descripciones fieles y completas del atuendo, las costumbres y los mitos, lo mismo que sus leyendas y consejas; las historias de amor y despecho tienen sitio especial, y las toldas, fondas y posadas, al igual que los elementos fundamentales en el oficio como el aguardiente, el tiple y la trova; el poncho, la mulera y el sombrero; la jícara, la ruana y las cotizas; el tabaco, el yesquero y la navaja, encuentran su espacio preciso.
La importancia capital que tuvo la arriería en Antioquia está bien documentada en la página 49, cuando dice: “es muy importante traer a la memoria algunos nombres de personajes célebres que mucho debieron a la arriería…como don Alejandro Ángel, don Pedro Jaramillo, el doctor Juan Antonio Toro Uribe, don Coroliano Amador y don Pepe Sierra”.
El libro es no sólo un canto a la gesta de la arriería antioqueña; es también un homenaje a paisas emblemáticos como Rodrigo Correa Palacio o Luis Fernando Solórzano, que ya se fueron, pero que en vida buscaron y cantaron con orgullo las gestas maravillosas de nuestros queridos ancestros.
*iguzman2007@une.net.co
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LETRAS AL SOL
Poemas selectos Emily Dickinson
Auspiciado por la rectoría del Alma Mater y con el sello editorial Universidad de Antioquia, salió a la luz, en noviembre de 2006, el libro bilingüe Poemas Selectos de Emily Dickinson , http://www.editorialudea.com/novedades/poemasselectos.html cuyo cuerpo está compuesto por 60 breves y hermosos poemas, seleccionados por Elkin Restrepo y traducidos al español por el poeta José Manuel Arango, cuya fina sensibilidad lo ha convertido en fiel interprete de los arcanos sempiternos de la poetisa de Massachussets. Ver detalle
Iván de J. Guzmán López* http://idejeguz.blogspot.com * iguzman2007@une.net.co
Poemas selectos Emily Dickinson
Auspiciado por la rectoría del Alma Mater y con el sello editorial Universidad de Antioquia, salió a la luz, en noviembre de 2006, el libro bilingüe Poemas Selectos de Emily Dickinson , http://www.editorialudea.com/novedades/poemasselectos.html cuyo cuerpo está compuesto por 60 breves y hermosos poemas, seleccionados por Elkin Restrepo y traducidos al español por el poeta José Manuel Arango, cuya fina sensibilidad lo ha convertido en fiel interprete de los arcanos sempiternos de la poetisa de Massachussets. Ver detalle
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EL MUNDO, Medellín, Colombia. Mayo 10, 2008
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La cubierta , diseñada por Sandra María Arango, nos presenta en la parte superior de un amplio fondo blanco a un cervatillo que con sumisión y algo de nerviosismo, expresados en los ojos y en la disposición de las orejas, bebe agua de una charca límpida y fresca. Más abajo dice, Poemas selectos, Emily Dickinson, y al pie de dicha cubierta se lee: Versiones de José Manuel Arango.
La portada en su conjunto es una hermosa y a la vez sencilla puerta de entrada a un libro pequeño, pulcro y bien editado, cuyas primeras 16 páginas corresponden a un longo y atinado prólogo de Juan José Hoyos, lleno de autoridad para ello como buen periodista y delicioso cronista que es. Vicky Paz, por su parte, agregó a la belleza del libro, cuatro preciosas ilustraciones que contribuyen a hacer de la obrilla, un conjunto estético incomparablemente bello, agradable a los sentidos y a la formación estética del lector.
Emily Elizabeth Dickinson nació el 10 de diciembre de 1830 en Amherst, Massachussets, Estados Unidos. Hija de una pareja puritana, a la usanza de los inmigrantes de Nueva Inglaterra, entre quienes se cuenta su abuelo Samuel Fowler Dickinson, fundador de la Universidad de Amherst. Su padre era el abogado y político Edward Dickinson; su madre se llamaba Emily Norcross.
En 1840 asistió a la Amherst Academy; a los 17 años, en 1847, ingresó al Seminario femenino Mount Holyoke, donde permaneció una breve temporada. Aunque evitaba los encuentros sociales, es necesario citar entre sus amigos cercanos a Benjamín Newton, abogado y secretario de su padre, quien estimuló su trabajo literario; a Thomas W. Higginson, que se convirtió en su consejero literario; al reverendo Charles Wadsworth, inspirador de muchos de sus poemas a quien Emily llamaba su “amigo terrenal más querido”, y a Susan Hungtinton Gilber, hacedora de versos, y casada con su hermano Austin.
Sensible y tímida, dejó transcurrir su existencia en su pueblo, recluida en casa y casi sin salir de su habitación. Leía especialmente La Biblia, la obra de William Shakespeare, al poeta John Keats y a las hermanas Brönte (recordemos a Emily Brönte, con su novela Cumbres borrascosas). El hogar fue el crisol de su poesía delicada, apasionada, que ha puesto su nombre en el mosaico donde aparecen Edgar Allan Poe, Walt Whitman y Ralph Waldo Emerson.
Parece que la inmortalidad que alguna vez vislumbró Emily Dickinson en su pequeño pueblo, más concretamente en su casa, —refugio inefable de su vida y de su corazón, donde sus padres y su mundo poético lo eran todo—, se hace ahora, a ciento veintidós años de su muerte, más evidente que nunca. Los tres o cuatro poemas que publicó en su vida, más por la urgencia y la valoración de unos pocos amigos, hablaban ya de una gran poetisa, llena de campos semánticos y embriaguez lírica.
Sólo ella sabía de la trascendencia de sus “boletines de la inmortalidad”, cuadernos cosidos por sus pequeñas manos, y que iba depositando en su mítico baúl, convertido en depositario de un tesoro que, andando el tiempo, y sólo después de su muerte, su querida hermana Lavinia enseñaría al mundo. En 1890 se publicó una primera selección de poemas extraídos del enantes citado baúl. En 1891 y 1896, tras el éxito rotundo de la primera publicación, se hicieron dos ediciones más. En 1955, la Universidad de Harvard, albacea de su obra, publicó los 1.775 poemas originales encontrados en los cuadernos.
El clásico “pinta tu aldea y pintarás el universo”, tan propio de los Maestros rusos y tan oportuno para definir a don Tomás carrasquilla, cobra vigencia en el primer poema del libro:
Las mañanas son ahora más suaves. / Se van volviendo pardas las nueces. / No está la rosa ya y los carrillos / de las bayas se ven más regordetes.
El arce lleva una bufanda más festiva / y un vestido escarlata el campo. / Para estar a la moda de la estación, / también yo me pondré algún adorno.
En el siguiente poema, plétora de esencialidades, expresa:
Es todo lo que hoy tengo / para traer. Esto y mi corazón. / Esto y mi corazón, todos los campos / y las vastas praderas. / Lleva la cuenta: si se me olvidara, / alguien podría hacer la suma. / Esto y mi corazón y las abejas / que habitan en el trébol.
En un poema con dolor y olor a epitafio, dice:
Nadie conoce esta menuda rosa. / Quizá una peregrina fuera, / si no la hubiera alzado yo del camino / para traértela. / Sólo una abeja notará su falta, / sólo una mariposa / que viene de muy lejos / a posarse en su seno. / Sólo preguntará por ella un pájaro, / sólo sollozará una brisa. / ¡Qué sencillo, pequeña rosa, / es para ti morir!
El libro, que aún hoy tiene olor a reseda, es, a no dudarlo, un merecido homenaje de la Universidad para Emily Elizabeth Dickinson, cuando, en 2006, año de su publicación, se cumplían 120 años de su desaparición, ocurrida el 15 de mayo de 1886, a causa de la nefritis crónica, a la temprana edad de 56 años.
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Portal de IVÁN DE JESÚS GUZMÁN LÓPEZ
http://idejeguz.blogspot.com/
Columnas de Enero y Febrero 2008
http://idejeguz-coles.blogspot.com/2008/01/toms-carrasquilla-150-aos-de-su.html.
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COLUMNAS DE MARZO Y ABRIL 2008
http://idejeguz-coles.blogspot.com/2008/03/columnas-marzo-y-abril-2008.html---
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COLUMNAS DEMAYO Y JUNIO 2008
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LETRAS AL SOL
Los abuelos cuentan
Hay una palabra que siempre está presente cuando se habla de los abuelos. Esa palabra es: evocación. Y es, ¡cómo no!, una dulce evocación porque con ellos llegamos, necesariamente, a la patria de los niños; es decir, a la infancia.
EL MUNDO , Medellín, Sábado , 3 de Mayo de 2008 Ver detalle
Iván de J. Guzmán López* * iguzman2007@une.net.co .
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La portada en su conjunto es una hermosa y a la vez sencilla puerta de entrada a un libro pequeño, pulcro y bien editado, cuyas primeras 16 páginas corresponden a un longo y atinado prólogo de Juan José Hoyos, lleno de autoridad para ello como buen periodista y delicioso cronista que es. Vicky Paz, por su parte, agregó a la belleza del libro, cuatro preciosas ilustraciones que contribuyen a hacer de la obrilla, un conjunto estético incomparablemente bello, agradable a los sentidos y a la formación estética del lector.
Emily Elizabeth Dickinson nació el 10 de diciembre de 1830 en Amherst, Massachussets, Estados Unidos. Hija de una pareja puritana, a la usanza de los inmigrantes de Nueva Inglaterra, entre quienes se cuenta su abuelo Samuel Fowler Dickinson, fundador de la Universidad de Amherst. Su padre era el abogado y político Edward Dickinson; su madre se llamaba Emily Norcross.
En 1840 asistió a la Amherst Academy; a los 17 años, en 1847, ingresó al Seminario femenino Mount Holyoke, donde permaneció una breve temporada. Aunque evitaba los encuentros sociales, es necesario citar entre sus amigos cercanos a Benjamín Newton, abogado y secretario de su padre, quien estimuló su trabajo literario; a Thomas W. Higginson, que se convirtió en su consejero literario; al reverendo Charles Wadsworth, inspirador de muchos de sus poemas a quien Emily llamaba su “amigo terrenal más querido”, y a Susan Hungtinton Gilber, hacedora de versos, y casada con su hermano Austin.
Sensible y tímida, dejó transcurrir su existencia en su pueblo, recluida en casa y casi sin salir de su habitación. Leía especialmente La Biblia, la obra de William Shakespeare, al poeta John Keats y a las hermanas Brönte (recordemos a Emily Brönte, con su novela Cumbres borrascosas). El hogar fue el crisol de su poesía delicada, apasionada, que ha puesto su nombre en el mosaico donde aparecen Edgar Allan Poe, Walt Whitman y Ralph Waldo Emerson.
Parece que la inmortalidad que alguna vez vislumbró Emily Dickinson en su pequeño pueblo, más concretamente en su casa, —refugio inefable de su vida y de su corazón, donde sus padres y su mundo poético lo eran todo—, se hace ahora, a ciento veintidós años de su muerte, más evidente que nunca. Los tres o cuatro poemas que publicó en su vida, más por la urgencia y la valoración de unos pocos amigos, hablaban ya de una gran poetisa, llena de campos semánticos y embriaguez lírica.
Sólo ella sabía de la trascendencia de sus “boletines de la inmortalidad”, cuadernos cosidos por sus pequeñas manos, y que iba depositando en su mítico baúl, convertido en depositario de un tesoro que, andando el tiempo, y sólo después de su muerte, su querida hermana Lavinia enseñaría al mundo. En 1890 se publicó una primera selección de poemas extraídos del enantes citado baúl. En 1891 y 1896, tras el éxito rotundo de la primera publicación, se hicieron dos ediciones más. En 1955, la Universidad de Harvard, albacea de su obra, publicó los 1.775 poemas originales encontrados en los cuadernos.
El clásico “pinta tu aldea y pintarás el universo”, tan propio de los Maestros rusos y tan oportuno para definir a don Tomás carrasquilla, cobra vigencia en el primer poema del libro:
Las mañanas son ahora más suaves. / Se van volviendo pardas las nueces. / No está la rosa ya y los carrillos / de las bayas se ven más regordetes.
El arce lleva una bufanda más festiva / y un vestido escarlata el campo. / Para estar a la moda de la estación, / también yo me pondré algún adorno.
En el siguiente poema, plétora de esencialidades, expresa:
Es todo lo que hoy tengo / para traer. Esto y mi corazón. / Esto y mi corazón, todos los campos / y las vastas praderas. / Lleva la cuenta: si se me olvidara, / alguien podría hacer la suma. / Esto y mi corazón y las abejas / que habitan en el trébol.
En un poema con dolor y olor a epitafio, dice:
Nadie conoce esta menuda rosa. / Quizá una peregrina fuera, / si no la hubiera alzado yo del camino / para traértela. / Sólo una abeja notará su falta, / sólo una mariposa / que viene de muy lejos / a posarse en su seno. / Sólo preguntará por ella un pájaro, / sólo sollozará una brisa. / ¡Qué sencillo, pequeña rosa, / es para ti morir!
El libro, que aún hoy tiene olor a reseda, es, a no dudarlo, un merecido homenaje de la Universidad para Emily Elizabeth Dickinson, cuando, en 2006, año de su publicación, se cumplían 120 años de su desaparición, ocurrida el 15 de mayo de 1886, a causa de la nefritis crónica, a la temprana edad de 56 años.
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Los abuelos cuentan
Hay una palabra que siempre está presente cuando se habla de los abuelos. Esa palabra es: evocación. Y es, ¡cómo no!, una dulce evocación porque con ellos llegamos, necesariamente, a la patria de los niños; es decir, a la infancia.
EL MUNDO , Medellín, Sábado , 3 de Mayo de 2008 Ver detalle
Iván de J. Guzmán López* * iguzman2007@une.net.co .
http://www.elmundo.com/sitioweb/noticia_detalle.php?idcuerpo=2&dscuerpo=La%20Metro&idseccion=54&dsseccion=Primera%20Página&idnoticia=83536&dsnoticia=Los%20abuelos%20cuentan&imagen=&vl=1&r=buscador.php
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La literatura está llena de dulces abuelos; viejecitos tiernos que han acompañado los sueños de millones de personas en el mundo: Cervantes escoge, precisamente, a un anciano, don Alonso de Quijano para llevar a cabo la aventura más hermosa e ideal que nunca ser humano haya realizado, y que no es otra que la que se narra en El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. Carmen Laforet, más cercana en el tiempo, toma a la abuela en Nada como el personaje que intenta recomponer los pedazos destrozados de su casa. José Luis Sampedro, en La sonrisa etrusca, realiza un homenaje brillante y tierno a la ancianidad; en El cuento interrumpido (1983), de Pilar Mateos, Virilo, un viejo pastor analfabeto de más de 70 años, deja su pueblo, en el que ha vivido toda la vida, para ir a casa de su hija y ayudarla en la crianza de Nicolás, el nieto. Entre Virilo y Nicolás, día a día, va fraguándose una relación afectiva basada en el cariño y el respeto.
En La tierra del sol y la luna (1984), novela histórica y bellísima de la española Concha López Narváez, es el abuelo, Diego Díaz, quien ejerce su papel de cronista. Él es la memoria de los hechos pasados y del dolor de lo que fue y que, por desgracia, volverá a ser. Jordi Sierra i Fabra también escribe sobre abuelos. Para este catalán, más conocido en nuestro medio, el anciano es una presencia recurrente. Es quien aporta cordura, un punto de serenidad, la experiencia, quien pone las cosas en su sitio y el que, en suma, sabe ver más allá que los demás porque ha vivido mucho.
Y así podríamos enumerar a la abuela Jacinta, en Con los ojos cerrados (1997), de Alfredo Gómez Cerdá, o a la abuela meditabunda de Los maderos de San Juan, de José asunción Silva, o al bondadoso viejo de La estrella deseada, de Hernando García Mejía. También mis abuelos edificaron mis sueños, forjaron mi juventud y mi visión del mundo:
La abuela fue, para este cronista, durante los largos períodos de las vacaciones escolares de antaño, el refugio azul que solucionaba todas las inquietudes, tristezas y necesidades infantiles; su regazo, y sus manos tibias, estrechaban con frecuencia mi cara de párvulo afligido; de su boca escuchaba historias de seres fantásticos que poblaron su propia infancia y su juventud y recorrieron las tierras de su padre, el bisabuelo Maximiliano.
El abuelo era un viejo hermoso, como el gran Whitman, de dos metros de estatura y una fuerza descomunal y unas manos grandes, toscas, pero cercanas a la ternura. Con él mi infancia tuvo días muy buenos (el poeta argentino Horacio Rega Molina, dice, en su poema Balada de un domingo por la tarde: “Mi infancia no tuvo sino días malos”) y en no pocas ocasiones fui su lazarillo, orgulloso del respeto y la confianza que inspiraba su presencia y sus palabras y si figura patriarcal.
En muchos libros encontramos abuelos que tienen una tarea importante: son la voz del pasado, la experiencia, son la sabiduría, el recuerdo de lo que no debe hacerse, el aviso oportuno de lo que fue y no puede repetirse; pero por sobre todo son esa voz del tiempo y del espacio y del corazón, que viene como un eco lejano para darnos a conocer otra época y hacernos entender que el futuro sólo lo podremos construir si sabemos de nuestro pasado.
Uno de los textos más fieles, vastos y agradables que conozco en este aspecto es el libro Los abuelos cuentan, historias cribadas bella y respetuosamente en dos volúmenes. En él están consignadas las memorias del Festival del recuerdo Comfama, que con profesionalismo sin par, casi con devoción, llevó a cabo el buen promotor cultural y director de teatro Henry Cardona Mesa, de quien conservo su recuerdo amigo y enaltecedor.
Eran sápidas tertulias llenas de fraternidad, amor y respeto por los abuelos, que se hicieron en las sedes de Comfama entre los años 1984 y 1989. Allí, abuelos y abuelas de todas las latitudes de Antioquia, sin distingo de raza, credo o condición social, compartían sus experiencias de vida, los avatares del corazón y las tonadas, las canciones, los poemas, las historias y las aventuras que les tocó en suerte vivir.
Son dos volúmenes pulcramente editados por el Departamento de cultura Comfama, con la lógica anuencia de la Dirección; bien diseñados y perfectamente legibles, reúnen 405 historias narradas con sencillez y escritas con arreglo a las normas del bien escribir y el respeto por el idioma. Para deleite de muchos, en la página 151, del volumen 2, disfrutemos de la crónica Señora que se casó “ya vieja”. Dice así:
“Yo me casé ya vieja, de veintinueve años, hasta creí que me iba a quedar solterona. Tuve ocho novios y me vine a casar con el último, que me salió todo queridito; tres novios que tuve antes me llevaron serenata, pero este último, que es más simple que una agua de salvia, no llevó nada. De las serenatas de los otros tres me acuerdo de esa emoción que le da a uno escuchar esas canciones tal lindas: Tengo una novia en la tierra, Despierta, Siete besos y otras que no recuerdo, porque fueron tres, ya uno no se acuerda de todo. (…)”
En una sociedad que subvalora a los abuelos, qué refrescante es saber que en Comfama, definitivamente, los abuelos cuentan.
En La tierra del sol y la luna (1984), novela histórica y bellísima de la española Concha López Narváez, es el abuelo, Diego Díaz, quien ejerce su papel de cronista. Él es la memoria de los hechos pasados y del dolor de lo que fue y que, por desgracia, volverá a ser. Jordi Sierra i Fabra también escribe sobre abuelos. Para este catalán, más conocido en nuestro medio, el anciano es una presencia recurrente. Es quien aporta cordura, un punto de serenidad, la experiencia, quien pone las cosas en su sitio y el que, en suma, sabe ver más allá que los demás porque ha vivido mucho.
Y así podríamos enumerar a la abuela Jacinta, en Con los ojos cerrados (1997), de Alfredo Gómez Cerdá, o a la abuela meditabunda de Los maderos de San Juan, de José asunción Silva, o al bondadoso viejo de La estrella deseada, de Hernando García Mejía. También mis abuelos edificaron mis sueños, forjaron mi juventud y mi visión del mundo:
La abuela fue, para este cronista, durante los largos períodos de las vacaciones escolares de antaño, el refugio azul que solucionaba todas las inquietudes, tristezas y necesidades infantiles; su regazo, y sus manos tibias, estrechaban con frecuencia mi cara de párvulo afligido; de su boca escuchaba historias de seres fantásticos que poblaron su propia infancia y su juventud y recorrieron las tierras de su padre, el bisabuelo Maximiliano.
El abuelo era un viejo hermoso, como el gran Whitman, de dos metros de estatura y una fuerza descomunal y unas manos grandes, toscas, pero cercanas a la ternura. Con él mi infancia tuvo días muy buenos (el poeta argentino Horacio Rega Molina, dice, en su poema Balada de un domingo por la tarde: “Mi infancia no tuvo sino días malos”) y en no pocas ocasiones fui su lazarillo, orgulloso del respeto y la confianza que inspiraba su presencia y sus palabras y si figura patriarcal.
En muchos libros encontramos abuelos que tienen una tarea importante: son la voz del pasado, la experiencia, son la sabiduría, el recuerdo de lo que no debe hacerse, el aviso oportuno de lo que fue y no puede repetirse; pero por sobre todo son esa voz del tiempo y del espacio y del corazón, que viene como un eco lejano para darnos a conocer otra época y hacernos entender que el futuro sólo lo podremos construir si sabemos de nuestro pasado.
Uno de los textos más fieles, vastos y agradables que conozco en este aspecto es el libro Los abuelos cuentan, historias cribadas bella y respetuosamente en dos volúmenes. En él están consignadas las memorias del Festival del recuerdo Comfama, que con profesionalismo sin par, casi con devoción, llevó a cabo el buen promotor cultural y director de teatro Henry Cardona Mesa, de quien conservo su recuerdo amigo y enaltecedor.
Eran sápidas tertulias llenas de fraternidad, amor y respeto por los abuelos, que se hicieron en las sedes de Comfama entre los años 1984 y 1989. Allí, abuelos y abuelas de todas las latitudes de Antioquia, sin distingo de raza, credo o condición social, compartían sus experiencias de vida, los avatares del corazón y las tonadas, las canciones, los poemas, las historias y las aventuras que les tocó en suerte vivir.
Son dos volúmenes pulcramente editados por el Departamento de cultura Comfama, con la lógica anuencia de la Dirección; bien diseñados y perfectamente legibles, reúnen 405 historias narradas con sencillez y escritas con arreglo a las normas del bien escribir y el respeto por el idioma. Para deleite de muchos, en la página 151, del volumen 2, disfrutemos de la crónica Señora que se casó “ya vieja”. Dice así:
“Yo me casé ya vieja, de veintinueve años, hasta creí que me iba a quedar solterona. Tuve ocho novios y me vine a casar con el último, que me salió todo queridito; tres novios que tuve antes me llevaron serenata, pero este último, que es más simple que una agua de salvia, no llevó nada. De las serenatas de los otros tres me acuerdo de esa emoción que le da a uno escuchar esas canciones tal lindas: Tengo una novia en la tierra, Despierta, Siete besos y otras que no recuerdo, porque fueron tres, ya uno no se acuerda de todo. (…)”
En una sociedad que subvalora a los abuelos, qué refrescante es saber que en Comfama, definitivamente, los abuelos cuentan.